miércoles, septiembre 17, 2008
martes, septiembre 09, 2008
cadena perpetua para los pederastas
Cadena perpetua. Eso es lo que yo aplicaría a cualquier animal de los que se pasea entre los humanos y que destroza la vida de un niño a cambio de unas chucherías. Leo perpleja el listado de los abusos que el pederasta de El Astillero ha cometido durante tres décadas y que su última diversión fue a cuenta de una pequeña de seis años pocos días después de salir de prisión. Durante años, los únicos descansos que este individuo dio a los menores eran las temporadas que pasaba en la cárcel, donde probablemente hacía cábalas de los días que le quedaban para poner un pie en la calle y volver a las andadas.
¿De verdad que alguien cree que este hombre merece otra oportunidad? ¿De verdad que no hay un juez o un órgano competente que haga que Fernández Arnáiz pase los días que le queden entre rejas? Probablemente después de esta ‘Marea’ haya quien me tache de radical, de políticamente incorrecta o me piropee con cualquier calificativo propio de los que tienen una patata por corazón. No me valen las explicación que algunos dan cuando dicen que los pederastas son personas enfermas. No entiendo que alguien sea capaz de explicar a un tribunal que Fernández Arnáiz es un pobre hombre que padece un trastorno de tipo parafílico, que no controla sus impulsos, que no ha asumido las reglas sociales y que tiene un coeficiente intelectual bajo. No me parece razonable que por estos motivos se considere que este ‘pobrecito’ no es responsable de sus actos. Si realmente creen que no sabe lo que hace, ¿por qué no lo ingresan en un centro? Parece más fácil dejarlo suelto en la calle y que muerda al que le toque.
No me sirve que digan que una vez que han pagado por lo que han cometido pueden salir a la calle a vivir como tú y como yo. Ante esas justificaciones absurdas se me ocurre invitar a todas esas personas a que se lleven a los pederastas a vivir a sus casas con sus hijos, sus primos o sus sobrinos. Sólo espero que no vuelva a ocurrir lo que le pasó a Mariluz para que alguien se lleve un tirón de orejas.
¿De verdad que alguien cree que este hombre merece otra oportunidad? ¿De verdad que no hay un juez o un órgano competente que haga que Fernández Arnáiz pase los días que le queden entre rejas? Probablemente después de esta ‘Marea’ haya quien me tache de radical, de políticamente incorrecta o me piropee con cualquier calificativo propio de los que tienen una patata por corazón. No me valen las explicación que algunos dan cuando dicen que los pederastas son personas enfermas. No entiendo que alguien sea capaz de explicar a un tribunal que Fernández Arnáiz es un pobre hombre que padece un trastorno de tipo parafílico, que no controla sus impulsos, que no ha asumido las reglas sociales y que tiene un coeficiente intelectual bajo. No me parece razonable que por estos motivos se considere que este ‘pobrecito’ no es responsable de sus actos. Si realmente creen que no sabe lo que hace, ¿por qué no lo ingresan en un centro? Parece más fácil dejarlo suelto en la calle y que muerda al que le toque.
No me sirve que digan que una vez que han pagado por lo que han cometido pueden salir a la calle a vivir como tú y como yo. Ante esas justificaciones absurdas se me ocurre invitar a todas esas personas a que se lleven a los pederastas a vivir a sus casas con sus hijos, sus primos o sus sobrinos. Sólo espero que no vuelva a ocurrir lo que le pasó a Mariluz para que alguien se lleve un tirón de orejas.
jueves, septiembre 04, 2008
un zapato en la autovía
Esta mañana he visto un zapato en el arcén de la autovía. Iba conduciendo tranquilamente, escuchando música y lamentando tener que ir a trabajar en un día propio de playa después de unas vacaciones lluviosas. Pero a partir de ver ese zapato dejé de pensar en mi mala suerte meteorológica y empecé a hacer cábalas sobre el porqué de aquel trozo de cuero sobre el asfalto. Intenté pensar que quizá un copiloto decidió poner los pies al aire sacando una pierna por la ventanilla y que el zapato decidió saltar al vacío Pero al tiempo que imaginaba esta situación absurda asumía el hecho de que la posibilidad de que aquel chisme estuviera allí tirado tenía más tintes trágicos que cómicos. La idea de que el dueño estuviera, con suerte, sólo magullado me hizo recordar uno de los últimos anuncios de la Dirección General de Tráfico en el que un hombre en silla de ruedas consigue encoger el alma de los espectadores para después levantarse y decir que sólo es un actor.
En esas iba yo cuando de repente un todoterreno me adelantó haciendo temblar mi coche. Miré la aguja y comprobé que mi velocidad no superaba los 100 kilómetros por hora y cuando volví a mirar hacia delante, el que me adelantó se había desintegrado en el aire como el DeLorean de 'Regreso al futuro'. Reconozco que, con cierta maldad, deseé que ojalá hubiera un control de la Guardia Civil un poco más adelante que le hubieran pillado y puesto una multa con la correspondiente retirada de carné. Pero no.
Y de repente recordé aquel zapato. Sentí un escalofrío, comprobé que mi cinturón estaba bien puesto, apagué la radio, agarré fuerte el volante y seguí conduciendo. Intenté concentrarme en la carretera con todos los sentidos. Adelanté a un coche en el que una mujer iba dándose la vuelta regañando a dos niños pequeños que jugaban en sus correspondientes sillitas; a una furgoneta en la que un hombre intentaba doblar un mapa mientras hablaba por teléfono y a otra mujer que, pegada al volante, no superaba la velocidad mínima permitida. Cuando aparqué, respiré. Ojalá el dueño del zapato esté bien.
En esas iba yo cuando de repente un todoterreno me adelantó haciendo temblar mi coche. Miré la aguja y comprobé que mi velocidad no superaba los 100 kilómetros por hora y cuando volví a mirar hacia delante, el que me adelantó se había desintegrado en el aire como el DeLorean de 'Regreso al futuro'. Reconozco que, con cierta maldad, deseé que ojalá hubiera un control de la Guardia Civil un poco más adelante que le hubieran pillado y puesto una multa con la correspondiente retirada de carné. Pero no.
Y de repente recordé aquel zapato. Sentí un escalofrío, comprobé que mi cinturón estaba bien puesto, apagué la radio, agarré fuerte el volante y seguí conduciendo. Intenté concentrarme en la carretera con todos los sentidos. Adelanté a un coche en el que una mujer iba dándose la vuelta regañando a dos niños pequeños que jugaban en sus correspondientes sillitas; a una furgoneta en la que un hombre intentaba doblar un mapa mientras hablaba por teléfono y a otra mujer que, pegada al volante, no superaba la velocidad mínima permitida. Cuando aparqué, respiré. Ojalá el dueño del zapato esté bien.
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